Buenos
días ex-lectores (aclaro que lo de ex es por mí, porque ya no escribo nada de
nada, me imagino que vosotros seguiréis leyendo a otros), ¿cómo lleváis el
invierno? Aquí la cosa está ya más tranquila y cuando digo "cosa" me
refiero al ambiente, a los avatares diarios, al clima doméstico, no estoy
aludiendo a mi hija, hubiese sido un término poco acertado, en todo caso le
hubiera añadido un diminutivo, "la cosita", porque si ese fuese el
caso, si me estuviese refiriendo a "mi cosita", no, no... tranquila,
no. Pero vayamos por partes.
Ayer
quedamos para "merencenar" con unos amigos de hace bastantes años,
que aunque nos vemos poco, nos guardamos mucho aprecio y en esas reuniones
solemos ponernos al día. Pues bien, salió el tema, evidentemente, de qué tal
con la pequeñaja y yo, que soy muy de contar, me descubrí, hablando de esos
primeros dos meses, sobre todo de los días que padecimos (porque decir pasar
sería incierto) en el pueblo, entre carcajadas.
Ahora
me rio, señores, ahora me parece hasta gracioso lo que hace tres meses era toda
una hecatombe en mi vida. Ahí puede que resida el secreto de que la gente
repita... ¡cómo son las cabezas! Os cuento:
Como
mi esposo tenía que empezar a trabajar y llegar muy tarde a casa, yo pensé:
«No,
yo, no, yo no me quedo sola aquí con "mi cosita" ni harta de whisky».
Así que hice las maletas y nos fuimos al pueblo, Villarejo del Valle (una paraíso
a menos de dos horas de Madrid) a compartir a Eire con sus abuelos y todas mis
titas.
Vivimos
en el "barrio abajo" y dos de mis titas también. Llamémoslas Pin y
Pon. Es la típica calle de pueblo estrecha con casas en ambas aceras que desde
los balcones casi puedes saltar a las viviendas de enfrente (alguien muy
habilidoso). Allí intimidad, lo que es intimidad, pues tampoco... Además de Pin y Pon, frente a mi casa
veraneaba una vecina que hace guardias con niños por las noches. Si recordáis
aquellas entradas, mi hija no era una mantita, de esas que duermen y comen.
Eire llegó al pueblo llorando y aunque todos prometían que el aire de los pinos
le iba a sentar fantástico, siguió llorando, en algunos momentos (desde las 19h
hasta las 2 de la madrugada no era lloro era berreo), y cuando regresamos a
Madrid no abandonó su rutina, muy a nuestro pesar (me río yo del aire o de la
sombra de los pinos).
Pero
hoy mientras escribo o ayer cuando lo contaba, no puedo disimular una sonrisa,
porque aunque fue una de las etapas más estresantes de mi vida, le guardo un
cariño especial a todos aquellos que intervinieron. A mis tías, Pin y Pon, que
se desvivían por cogerla, por convencerme de que la niña no era llorona, es que
oigo a Pon todavía con su acentillo cordobés:
—Qué
no, mujer, que la nena es muy pequeña... ¡Pero si es muy buena!... ¡Mírala que
tranquila!... ¡Qué cosa más bonita! ¿Qué va a ser la niña mala, pero si es una
santa!
"Pon"
es que lo ve todo positivo (y es un poco exagerada), estaba a dos meses de ser
abuela del primer hijo de mi prima Lucía. Y aunque lo que os he escrito arriba
era su tarareo constante, hubo un día, en un baño, cuando Eire lloraba como si
en vez de pasarle la esponja le estuviésemos pinchando vacunas a cascoporro, que
rezó al cielo en alto (y yo la oí a pesar de los gritos de mi vástago):
—¡Ay,
por Dios, que el de mi Lucía no se parezca a esta!—Cada vez que me acuerdo me
troncho.
En ese
mismo baño, (fue memorable, mi madre y yo bañando a la niña en un barreñito,
cantando todo tipo de idiotadas para
entretenerla y Pin y Pon de pie intentando animarnos), oímos decir a Pin que
también había subido a ayudar:
—¡Pero
qué bonita que es mi niña!
A lo
que mi madre contestó con un tono suficientemente rabioso, dejándose llevar por
todo el estrés acumulado de esas nochecitas:
—¡¡La
faltaba ser fea!! —Me meo de la risa escribiendo, os lo prometo.
Yo
dormía con Eire encima de mí, a cuarenta grados, sin aire acondicionado (cuando
dormía). Por las noches cuando empezaba la jarana mi padre la cogía en brazos y
se pasaba más de una hora andando de un lado para otro por el largo pasillo:
—No
llores, ratita, no, venga, ratita... —Y cuando la calmaba teníamos que secarlos
de la sudada que se pegaban el hombre y "la ratita".
Una
noche la llevamos de paseo por la carretera. Se había pasado la tarde llorando
y nuestra vecina, desesperada de oírla y aguantarse las ganas de intentar
ayudar, no pudo más, entró, la cogió y a los veinte minutos la calló. Ella nos
aconsejó que saliéramos de paseíto, que le iba a venir bien un poco del añorado
frescor de los castaños... Aquello, aquello fue peor que Pealr Harbor, la que
nos tenía preparada Eire nada tuvo que envidiar a la de los japoneses. Yo
terminé desconsolada por la carretera, con la niña en brazos de mi madre, todos
mis tíos por detrás preocupados, y escuchando a todo con el que nos cruzábamos:
—A esa
niña le pasa algo... ¡cómo llora!
Y no,
no vengo a quejarme de que la gente opinara. Yo hubiera hecho lo mismo. Era
imposible no creer que tal nivel de gritos en un bebé tan pequeño no se debieran a
reflujo, gases, el calor, sueño, hambre o vete a saber... Y cuando un niño
llora todos queremos ayudar porque aunque no molesta, preocupa.
Y
entonces, contando lo que os cuento, aquellos primeros dos meses, por mucho que
ahora me hagan gracia, tengo que repetir lo que ya dije en una entrada
anterior:
No lo
disfruté.
Ni se
le pareció.
Cada
vez que alguien me decía, «¡Aysss, qué pequeña, disfrútala!», yo me sentía a
morir y un ser extraño porque no era capaz de disfrutar de mi hija. Sentía que
no había nacido para esto y que lo de ser madre me venía muy, muy grande.
Ahora
sé que no. Es que era imposible, o por lo menos para mí, era inviable disfrutar
de aquello y eso no significaba que no la quisiera o fuese peor persona.
Significaba que estaba agotada y estresada porque un pequeño ser dependía de mí
y su adaptación a la vida la estaba construyendo a base de lágrimas.
¿Cómo
seguimos? ¿Lo queréis saber?
Mejor.
Bastante
mejor.
Eire
ya no duerme encima de mí, aunque sí a mi lado, haciendo angelitos de nieve en
nuestra cama.
Sigue
siendo muy bonita y crece y sonríe cada vez más.
Pero
sigue siendo llorona y rabioseta. Eso es así y su padre y yo auguramos un futuro
prometedor de rabietas.
Por
descontado, que ya lo vivimos de otra manera, esta es una etapa mucho más
bonita, con sus peros, en la que sí se disfruta y mucho. Ahora estamos
trabajando para que abra la boquita cada vez que llega una cucharada de fruta, la
batalla con el biberón la damos por perdida y que duerma en su minicuna más
horas.
En
fin, me queda mucho que vivir, eso espero, y a ella también. Iremos desgranando
etapas juntas y seguro que las arduas batallas luego las recordaré con una
sonrisa, porque así están las cabezas humanas fabricadas. Los padecimientos, a
toro pasado, se convierten en divertidas aventuras. Mejor así, claro está.
¡Hasta
pronto!
¿Quién
sabe cuándo? Me restan días para volver a trabajar, mermando así el poco tiempo
que me sobra al día para teclear. Pero todo pasa...
Me encanta Irene tu blog sigue tecleando cuando puedas y cuando te dejen y tranquila todo pasa y comprobaras que la memoria es muy sabia ya nos lo diras.
ResponderEliminarGenial, me a encantado y conociendo a todos los personajes, sobre todo a Pon, es como vivirlo en primera persona
ResponderEliminarSigue así Ire, no dejes de escribir, bsos