Soy mamá

Soy mamá

domingo, 15 de enero de 2017

¡CÓMO ESTÁN LAS CABEZAS!

         
        
         Buenos días ex-lectores (aclaro que lo de ex es por mí, porque ya no escribo nada de nada, me imagino que vosotros seguiréis leyendo a otros), ¿cómo lleváis el invierno? Aquí la cosa está ya más tranquila y cuando digo "cosa" me refiero al ambiente, a los avatares diarios, al clima doméstico, no estoy aludiendo a mi hija, hubiese sido un término poco acertado, en todo caso le hubiera añadido un diminutivo, "la cosita", porque si ese fuese el caso, si me estuviese refiriendo a "mi cosita", no, no... tranquila, no. Pero vayamos por partes.
         Ayer quedamos para "merencenar" con unos amigos de hace bastantes años, que aunque nos vemos poco, nos guardamos mucho aprecio y en esas reuniones solemos ponernos al día. Pues bien, salió el tema, evidentemente, de qué tal con la pequeñaja y yo, que soy muy de contar, me descubrí, hablando de esos primeros dos meses, sobre todo de los días que padecimos (porque decir pasar sería incierto) en el pueblo, entre carcajadas.
         Ahora me rio, señores, ahora me parece hasta gracioso lo que hace tres meses era toda una hecatombe en mi vida. Ahí puede que resida el secreto de que la gente repita... ¡cómo son las cabezas! Os cuento:
         Como mi esposo tenía que empezar a trabajar y llegar muy tarde a casa, yo pensé:
         «No, yo, no, yo no me quedo sola aquí con "mi cosita" ni harta de whisky». Así que hice las maletas y nos fuimos al pueblo, Villarejo del Valle (una paraíso a menos de dos horas de Madrid) a compartir a Eire con sus abuelos y todas mis titas.



         Vivimos en el "barrio abajo" y dos de mis titas también. Llamémoslas Pin y Pon. Es la típica calle de pueblo estrecha con casas en ambas aceras que desde los balcones casi puedes saltar a las viviendas de enfrente (alguien muy habilidoso). Allí intimidad, lo que es intimidad, pues tampoco...  Además de Pin y Pon, frente a mi casa veraneaba una vecina que hace guardias con niños por las noches. Si recordáis aquellas entradas, mi hija no era una mantita, de esas que duermen y comen. Eire llegó al pueblo llorando y aunque todos prometían que el aire de los pinos le iba a sentar fantástico, siguió llorando, en algunos momentos (desde las 19h hasta las 2 de la madrugada no era lloro era berreo), y cuando regresamos a Madrid no abandonó su rutina, muy a nuestro pesar (me río yo del aire o de la sombra de los pinos).

          Pero hoy mientras escribo o ayer cuando lo contaba, no puedo disimular una sonrisa, porque aunque fue una de las etapas más estresantes de mi vida, le guardo un cariño especial a todos aquellos que intervinieron. A mis tías, Pin y Pon, que se desvivían por cogerla, por convencerme de que la niña no era llorona, es que oigo a Pon todavía con su acentillo cordobés:

         —Qué no, mujer, que la nena es muy pequeña... ¡Pero si es muy buena!... ¡Mírala que tranquila!... ¡Qué cosa más bonita! ¿Qué va a ser la niña mala, pero si es una santa!
         "Pon" es que lo ve todo positivo (y es un poco exagerada), estaba a dos meses de ser abuela del primer hijo de mi prima Lucía. Y aunque lo que os he escrito arriba era su tarareo constante, hubo un día, en un baño, cuando Eire lloraba como si en vez de pasarle la esponja le estuviésemos pinchando vacunas a cascoporro, que rezó al cielo en alto (y yo la oí a pesar de los gritos de mi vástago):
         —¡Ay, por Dios, que el de mi Lucía no se parezca a esta!—Cada vez que me acuerdo me troncho.
         En ese mismo baño, (fue memorable, mi madre y yo bañando a la niña en un barreñito, cantando todo tipo de idiotadas para entretenerla y Pin y Pon de pie intentando animarnos), oímos decir a Pin que también había subido a ayudar:
         —¡Pero qué bonita que es mi niña!
         A lo que mi madre contestó con un tono suficientemente rabioso, dejándose llevar por todo el estrés acumulado de esas nochecitas:
         —¡¡La faltaba ser fea!! —Me meo de la risa escribiendo, os lo prometo.
         Yo dormía con Eire encima de mí, a cuarenta grados, sin aire acondicionado (cuando dormía). Por las noches cuando empezaba la jarana mi padre la cogía en brazos y se pasaba más de una hora andando de un lado para otro por el largo pasillo:
         —No llores, ratita, no, venga, ratita... —Y cuando la calmaba teníamos que secarlos de la sudada que se pegaban el hombre y "la ratita".


         Una noche la llevamos de paseo por la carretera. Se había pasado la tarde llorando y nuestra vecina, desesperada de oírla y aguantarse las ganas de intentar ayudar, no pudo más, entró, la cogió y a los veinte minutos la calló. Ella nos aconsejó que saliéramos de paseíto, que le iba a venir bien un poco del añorado frescor de los castaños... Aquello, aquello fue peor que Pealr Harbor, la que nos tenía preparada Eire nada tuvo que envidiar a la de los japoneses. Yo terminé desconsolada por la carretera, con la niña en brazos de mi madre, todos mis tíos por detrás preocupados, y escuchando a todo con el que nos cruzábamos:
         —A esa niña le pasa algo... ¡cómo llora!
         Y no, no vengo a quejarme de que la gente opinara. Yo hubiera hecho lo mismo. Era imposible no creer que tal nivel de gritos en un bebé tan pequeño no se debieran a reflujo, gases, el calor, sueño, hambre o vete a saber... Y cuando un niño llora todos queremos ayudar porque aunque no molesta, preocupa.
         Y entonces, contando lo que os cuento, aquellos primeros dos meses, por mucho que ahora me hagan gracia, tengo que repetir lo que ya dije en una entrada anterior:
         No lo disfruté.
         Ni se le pareció.
         Cada vez que alguien me decía, «¡Aysss, qué pequeña, disfrútala!», yo me sentía a morir y un ser extraño porque no era capaz de disfrutar de mi hija. Sentía que no había nacido para esto y que lo de ser madre me venía muy, muy grande.
         Ahora sé que no. Es que era imposible, o por lo menos para mí, era inviable disfrutar de aquello y eso no significaba que no la quisiera o fuese peor persona. Significaba que estaba agotada y estresada porque un pequeño ser dependía de mí y su adaptación a la vida la estaba construyendo a base de lágrimas.
         ¿Cómo seguimos? ¿Lo queréis saber?
         Mejor.
         Bastante mejor.
         Eire ya no duerme encima de mí, aunque sí a mi lado, haciendo angelitos de nieve en nuestra cama.
         Sigue siendo muy bonita y crece y sonríe cada vez más.


         Pero sigue siendo llorona y rabioseta. Eso es así y su padre y yo auguramos un futuro prometedor de rabietas.
         Por descontado, que ya lo vivimos de otra manera, esta es una etapa mucho más bonita, con sus peros, en la que sí se disfruta y mucho. Ahora estamos trabajando para que abra la boquita cada vez que llega una cucharada de fruta, la batalla con el biberón la damos por perdida y que duerma en su minicuna más horas.
         En fin, me queda mucho que vivir, eso espero, y a ella también. Iremos desgranando etapas juntas y seguro que las arduas batallas luego las recordaré con una sonrisa, porque así están las cabezas humanas fabricadas. Los padecimientos, a toro pasado, se convierten en divertidas aventuras. Mejor así, claro está.
         ¡Hasta pronto!
         ¿Quién sabe cuándo? Me restan días para volver a trabajar, mermando así el poco tiempo que me sobra al día para teclear. Pero todo pasa...



        
        

        
        
          


         

2 comentarios:

  1. Me encanta Irene tu blog sigue tecleando cuando puedas y cuando te dejen y tranquila todo pasa y comprobaras que la memoria es muy sabia ya nos lo diras.

    ResponderEliminar
  2. Genial, me a encantado y conociendo a todos los personajes, sobre todo a Pon, es como vivirlo en primera persona
    Sigue así Ire, no dejes de escribir, bsos

    ResponderEliminar